Todavía recuerdo el orgullo que sentí.
Era joven—muy joven—para el puesto que acababa de conseguir.
Era mi primer trabajo como responsable de equipo, y no en cualquier sitio: un hotel precioso, de gran prestigio, que admiraba profundamente. Estaba emocionada… y también algo nerviosa. Uno de los mayores retos: el trabajo era en francés, un idioma que aún no dominaba por completo. Lo estaba aprendiendo y perfeccionando día a día.
Una de las primeras tareas que me asignaron fue contratar a alguien para mi equipo. Me lo tomé muy en serio: entrevisté a unas 20 personas, valorando no solo su experiencia, sino su actitud, su energía, su encaje en el equipo. Finalmente, la encontré. Era la candidata ideal.
El primer día de trabajo, yo quería que se sintiera bienvenida. Así que decidí enseñarle personalmente el hotel, darle un pequeño tour y presentarle el lugar donde trabajaría.
Y entonces, pasó.
Mientras paseábamos por el hotel, se nos acercó el director general. La miró, me miró a mí, y preguntó con tono seco:
—¿Quién es esta persona?
Le respondí, con orgullo, que era la nueva integrante de mi equipo.
Pero en lugar de darle la bienvenida, me gritó. Allí mismo. Delante de ella, de otros responsables, de compañeros y compañeras.
Me recriminó duramente que eso no era «el procedimiento correcto». Que toda nueva incorporación debía ser presentada por el departamento de RRHH.
Y lo hizo de manera fría, humillante y pública.
Volví a casa rota, llorando. Era mi primera tarea oficial… y sentí que ya había fracasado.
¿Me equivoqué?
Hoy, 20 años después, no puedo asegurar si alguien me explicó aquel procedimiento o no.
Quizá sí. Quizá no. No quiero culpar a nadie.
El verdadero problema no fue si me equivoqué. El problema fue la forma de gestionarlo.
Ese día me hice una promesa:
Nunca lideraría desde la humillación.
Nunca usaría mi autoridad para avergonzar a nadie—y mucho menos en público.
Y siempre recordaría que liderar es elevar, no aplastar.
Fue la primera vez que entendí de verdad qué significa liderar. No desde un libro, sino desde una experiencia real. Dolorosa, sí. Pero profundamente transformadora.
Ese director general me enseñó algo valioso: el tipo de líder que yo nunca quería ser.
Y tal vez el liderazgo comience así.
No siempre sabiendo lo que hay que hacer, sino reconociendo claramente lo que jamás queremos hacer.
Porque las personas olvidan lo que dijiste.
Olvidan lo que hiciste.
Pero nunca olvidan cómo las hiciste sentir.
El liderazgo puede ser diferente. Puedes ser el tipo de líder que se recuerda… por las razones correctas.